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La IA es una herramienta, no un oráculo

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Por:  David Javier Flores

La IA es una herramienta y, como cualquier otra, funciona para unas cosas y para otras, no tanto o, simplemente, no sirve. Si vas a comer pasta, usas un tenedor, no un destornillador; y si vas a fijar un clavo, utilizas un martillo, no una ensaladera. «Zapatero a su zapato», como dice el refrán.

La inteligencia artificial o IA está en boga. Es esa cosa de la que todos hablan, sin importar la profesión o el área a la que se dediquen. Y no es para menos. A diferencia de otros inventos que en su momento causaron sensación y hoy están un tanto abandonados, como el metaverso, la IA sí ha encontrado su espacio en las tareas cotidianas de miles y miles de personas, incluyéndome, y eso es lo que ha favorecido su temprana y amplia adopción. Después de todo, si aparece una cosa nueva que le soluciona un problema a x sujeto y, además, puede ser conseguida con relativa facilidad, entonces es casi seguro que ese individuo la va a incorporar a su día a día (salvo, claro está, que se trate de una persona que se resiste a los cambios y prefiere hacer las cosas como siempre las ha hecho).

Así pasó con las computadoras, con Internet, con WhatsApp y es lo que podemos ver actualmente con la IA.

Es cierto que, hasta los días previos a su invención, el mundo se las arreglaba para mantener una comunicación a distancia sin la necesidad de un teléfono, y como muestra está ese universo tan novelesco de las cartas, el correo y las postales. Sin embargo, hoy en día cualquiera tiene un celular y no concibe su vida sin ese dispositivo móvil que pone al alcance de sus manos un sinnúmero de aplicaciones que facilitan la ejecución de las más diversas actividades, ya sea una transferencia bancaria, la revisión de un correo electrónico, o la descarga de una canción.

Siendo el fin de la IA ejecutar tareas aún más complejas que las anteriores (a través de la combinación de algoritmos o sistemas informáticos que, en su conjunto, simulan la inteligencia humana), como, por ejemplo, la creación artística, es bastante probable que la misma haya de resultar igual de imprescindible que nuestros teléfonos en múltiples ámbitos en nuestras vidas.

Pero (porque siempre hay un «pero»), si hay algo que, en lo personal, me gusta hacer es contar con varias opciones, y no caer en dependencias de ningún tipo. Ya lo decía una de las frases escritas en el frontón del Oráculo de Delfos: «Nada en exceso».

Con la IA se pueden lograr resultados asombrosos, al igual que se pueden cometer errores sin justificación alguna. Como ocurrió con Steven Schwartz, ese abogado que fue multado por un tribunal de Estados Unidos por haber presentado un escrito en el que ChatGPT citó una serie de fallos jurisprudenciales inexistentes. Y eso que no seré yo quien se oponga al uso de la tecnología en una profesión supuestamente ajena a los cambios como la jurídica (una idea que, por otro lado, es falsa), al contrario, celebro cada vez que hay una innovación que mejora y facilita el modo de hacer las cosas. No obstante, me parece que hay que entender que tampoco se trata de usar lo nuevo simplemente porque es una novedad.

La IA es una herramienta y, como cualquier otra, funciona para unas cosas y para otras, no tanto o, simplemente, no sirve. Si vas a comer pasta, usas un tenedor, no un destornillador; y si vas a fijar un clavo, utilizas un martillo, no una ensaladera. «Zapatero a su zapato», como dice el refrán.

Trabajar con la IA es muy bueno para llevar a cabo tareas mecánicas, repetitivas o de índole creativa, como pueden ser la extracción de datos de un texto o la corrección de estilo. Pero cuando lo que importa es la exactitud y la veracidad de la información, ahí la cosa cambia. Porque la IA no es un oráculo que todo lo sabe; trabaja con los datos a los que tiene acceso, y si estos están errados, el resultado que arroje también será erróneo. Y si no tiene información, la inventará (la IA es como ese alumno que, aunque no estudió, prefiere aventurarse con una respuesta aleatoria, en vez de dejar el examen en blanco). En particular, en esos últimos casos es que hay que entender que la IA es eso que ya dije, una herramienta, una en la que, por muy impresionante que ella sea, no hay que dejarse caer en la confianza ciega, ni creer que es la fuente definitiva de la que brotan las soluciones a todas las interrogantes de nuestra existencia.

Eso sí, para aquello en lo que es buena, dicho adjetivo se le queda corto. Con la IA podemos alcanzar la Luna, tal como le pasó a Rie Kudan, quien ganó el premio literario más prestigioso de Japón por la novela Tokyo-to Dojo-to, escrita con la ayuda de ChatGPT. Consideraciones éticas aparte, esta es una excelente demostración de lo lejos que podemos llegar montados en un cohete como Copilot, Midjourney o ChatGPT, con una condición: que sepamos manejar ese volante llamado prompt.

Los prompts son las frases que usamos al interactuar con la IA, generalmente en forma de instrucciones, para recibir de ella una respuesta determinada. Usamos los prompts por la misma razón por la que nos valemos del idioma para comunicarnos con nuestros semejantes: porque el otro no es adivino para saber lo que queremos sin que se lo digamos; tenemos que expresarnos. Cuando queremos que la IA haga algo, tenemos que pedírselo, y en la medida en que vayamos perfeccionando las peticiones que hacemos, la IA se mostrará más en sintonía con nuestros objetivos y con lo que esperamos de ella.

Ahora bien, aquí también hay una observación que me gustaría hacer: la mejora en nuestras habilidades de trabajo con la IA no debería conducirnos a hacer de los prompts una suerte de apuesta de tipo «todo o nada». Me explico: últimamente en Internet me he topado con varios ejemplos de prompts que, por sí solos, ocupan cuatro, cinco, seis páginas enteras, lo cual, en principio, no está mal, si es lo que el usuario necesita en un momento dado. Pero, a mi entender, es un error dedicarse a redactar un prompt sumamente extenso, complejo y rebuscado, si las circunstancias del caso no lo ameritan (como cuando una instrucción sencilla causa el mismo efecto que una orden complicada).

De hecho, una de las prácticas que, en lo personal, más útiles me resultan es la de dividir la actividad en pasos, un prompt a la vez. De lo contrario, podemos llegar a saturar la capacidad de procesamiento de datos de la IA, según las características del modelo que estemos usando y, en consecuencia, no va a comprender todo lo que le decimos. Así como también podemos hacer que su labor sea superflua, innecesaria, si, por mostrar una preocupación excesiva por las «alucinaciones» de la IA, damos unas instrucciones tan detalladas que en sí mismas contienen ya las respuestas que esperábamos recibir.

En pocas palabras, el prompt es un medio, no un fin. Si tanto nos asustan las posibles equivocaciones de la IA, quizás no deberíamos usarla. Eso, o utilizarla sabiendo que no es perfecta, sin que por eso decidamos hacerlo todo por ella, porque no tendría sentido y, porque, en definitiva, la IA, como la herramienta que es, debe estar al servicio de los humanos, y no al revés.

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David Javier Flores

Soy un abogado al que le gusta combinar el Derecho con la tecnología, escribir y compartir lo que a ...

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